Época: Paréntesis
Inicio: Año 1364 A. C.
Fin: Año 1347 D.C.

Antecedente:
El paréntesis de Amarna

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

No es probable que Amenofis IV practicase ninguna de las artes plásticas, pero está, sí, muy claro lo que esperaba y quería de ellas: la expresión de la verdad que él estaba dispuesto a imponer como norma. En la cúspide del mundo se hallaba Atón, el disco solar, y como representación del mismo y de sus efectos creó -aquí se puede, sí, hablar de una creación personal del rey- el ideograma del archiconocido disco, con sus irradiaciones lumínicas y sus maravillosas manecitas terminales, capaces de proteger, bendecir, acariciar, vivificar con el signo del ankh. Estas manecitas son lo único humano, antropoideo, que se consiente en el ideograma de Atón, por lo demás clarísimo, elocuente en grado sumo, una buena imagen, capaz de decir más que un largo discurso. Los jeroglíficos le habían preparado el terreno a esa imagen, mucho más explicativa que el hombre con cabeza de halcón del viejo Horus, o con la cabeza de carnero del Amón tebano.
Las estatuas colosales del rey y los relieves del Templo Arrasado, de Karnak, demuestran que el primer estilo que impuso a su arte, el calificado de expresionista o excesivo, si no estaba ya dispuesto de antemano, tardó poquísimo tiempo en aflorar. Dada la función de mediador único entre Dios y los hombres que Amenofis se arrogaba, es probable que se brindase a ofrecer su retrato como modelo ideal para el nuevo arte, insistiendo en que la imagen resultante estuviese dotada de una gran expresividad. Bastaba esto para producir esos tipos caricaturescos que tienen el rey, la reina Nefertiti y sus tres primeras hijas durante la primera fase de la escultura de Amarna. Como ajenos a la especialidad de otorrinolaringólogo, no nos atrevemos a defender ni a impugnar el diagnóstico de quienes han tratado de explicar los rasgos faciales de Amenofis como propios de un paciente del síndrome de Froehlich, una anormalidad de la pituitaria que puede conducir a malformaciones. El hecho de que el estilo de El Greco se haya querido explicar como consecuencia de un defecto de visión, impone la necesidad de ser cautos en tales dictámenes.

La fisonomía que Amenofis presenta en las primeras estatuas y relieves del faraón, nos da de él un semblante chupado, de ojos oblicuos, a medio entornar, nariz de aletas carnosas y con fosas nasales desmesuradas; labios prominentes, de contorno tajante, y debajo de ellos una barbilla redonda, caída hacia abajo, produciendo una profunda concavidad en la base de la mandíbula inferior. El resto de la conformación somática ofrece también muchos rasgos expresionistas: vientre abultado, ostentosamente descubierto; pelvis y muslos anchos; extremidades delgadas y alargadas, lo que también se echa de ver en las manos, tan exageradamente alambicadas, que los dedos a veces parecen tener más falanges que las de una mano normal.

Beki, uno de los primeros escultores que el rey tuvo a su servicio, declara en una inscripción de las canteras de Assuán, que el rey en persona le ha enseñado su doctrina. Esto plantea la cuestión de, si no conforme con instruir a los artistas en los principios del dogma, también los dirigía a la hora de transcribir aquellos principios al papiro, al barro o a la piedra. Lo bien explicado que está el dogma en las estelas que amojonaban el distrito de Akhetaton deja ver bien clara la acción pedagógica del Maestro.

La obra más imponente del estilo expresionista son los restos de los 28 colosos del Templo Arrasado, de Karnak. Cuatro están expuestos en el Museo de El Cairo, dos en el de Luxor, uno en el Louvre, y los demás guardados en almacenes de Karnak y de El Cairo.

Son estatuas osíricas, destinadas a los pilares del patio del templo. De Osiris no tienen más que la postura rígida y los brazos cruzados sobre el pecho, sosteniendo las insignias de la realeza. Pero tras haber desechado el sudario de la momia osírica, el rey se presenta vestido tal y como es, como un ser vivo, o desnudo por completo, pero sin sexo, sería superfluo en un ser andrógino como encarnación de Atón. Es de imaginar el escándalo con que sus detractores contemplarían esta osadía del Gran Loco. En sus tocados alternaban el nemes (unas veces el normal, otras con los vientos ondulados) y el khat, combinados en algunos casos con la corona doble, siempre con el uraeus en la frente y la barba de ceremonia en el mentón. En las clavículas, cuando se hallan descubiertas, en los brazos y en las muñequeras, una doble cartela marca al rey, instrumento y siervo, útil a Atón, con la fórmula del primer protocolo: Raharakhte, el que se regocija en el horizonte...

Los egiptólogos clásicos no saben cómo calificar a esta primera manera del arte de Amarna, si de genialidad o de "brutalité". Los comentarios de Vandier son demasiado extensos para traducirlos enteros, por lo que nos contentaremos con entresacar lo más sustancioso:

"Estos colosos se nos presentan en una actitud clásica, pero son todo lo ajenos que cabe al arte tradicional: en ninguna parte, en efecto, se encuentra una oposición tan clara entre el pecho encogido, la cintura fina y el vientre hinchado; en ninguna parte, las piernas de un soberano, lo mismo por su volumen que por sus líneas, son tan parecidas a las de una mujer. En todas partes se percibe una tendencia a la exageración que sobrepasa en cierta medida el realismo para acercarse a una caricatura... Si el rostro nos conmueve, se debe a que ante todo es humano, porque expresa una intensa vida interior, hecha de sufrimientos y de desilusiones más que de alegrías, y que se traduce tanto en la arquitectura maltrecha del rostro como en la profundidad de la mirada y la amargura de la boca. Al repudiar la belleza, Akhenaton había sobrepasado a la belleza y alcanzado la verdadera grandeza, la del hombre víctima de las mil contradicciones de la vida natural".

La tendencia a la exageración de que habla el gran egiptólogo francés se extiende a los miembros de la familia real, una sagrada familia que gusta de presentarse, a ojos de sus fieles, en los goces cotidianos de la vida íntima, cuando no en función de mediadores o comediadores entre la humanidad y Atón. Las batallas y las cacerías regias se han acabado por el momento. Una nueva humanidad está naciendo, y a ella trasciende la fisonomía y la belleza que Akhenaton ha recibido de su padre Atón. Una cabeza de madera, probablemente adorno de un arpa en su día, del Museo del Louvre, se parece tanto a Akhenaton que se ha pretendido retrato del rey, pese a no llevar ni haber llevado nunca emblema alguno de realeza. Es un sencillo exponente de la nueva estética, la misma que ha dado a las princesas reales sus facciones finas y sus cráneos apepinados.

Cuando el nuevo credo parecía haber triunfado, cuando el pueblo parecía haber comprendido y aceptado que Akhenaton era el hijo de Re el padre, y los artistas habían proyectado su efigie sobre la humanidad, las exageraciones del primer estilo resultaban ya superfluas. Los artistas podían ahora dar un nuevo giro, el último, hacia la verdad, captando todos los matices de ésta en el mundo vivificado por Atón; podían sacar vaciados de los rostros humanos, de niños a viejos, y trasladarlos a la piedra, sin alterar la obra de la naturaleza en aras de un ideal estético impuesto por la corte o por el templo.

Las consecuencias fueron asombrosas. La Bruja, "die Hexe", llaman los arqueólogos clásicos del DAI de Berlín al famoso busto de Nefertiti, celosos de que aquella hechicera, obra cumbre del arte egipcio, caiga fuera de sus dominios. A la universalidad de su fama no es ajena la modernidad de sus facciones: el cuello de cisne, los pómulos y el mentón provocativos. No menos actuales son el maquillaje de los ojos, el carmín de los labios, la tersura del cutis. Hallada por Borchardt en 1912, era un modelo hecho por el escultor Tutmés para otros retratos de la reina, realizados en su taller de Amarna; y tal vez por ser ese su único fin, no tuvo nunca puesto el ojo izquierdo, ni nadie se preocupó de llevarla consigo cuando Amarna y el taller de Tutmés quedaron abandonados para siempre. La caída sobre ella del edificio en que se encontraba apenas le produjo unas rozaduras, y en cambio protegió y conservó intactos sus colores. Además de sus collares de hojas de sauce, luce la reina un modelo de corona azul expresamente diseñado para ella, que llevaba el prótomo del uraeus resaltado sobre la frente y una banda polícroma en derredor.

La obra de Tutmés causó sensación, pues además de este busto y de dos cabezas de piedra, proporcionó más de veinte retratos de yeso acabados o en trance de elaboración para servir de modelos a los retratos de piedra. Quizá el más antiguo sea la cabeza rapada de una princesa, realizado en caliza parda, propiedad del Museo de El Cairo. El expresionismo del primer estilo de Amarna está atemperado, pero aún manifiesto en la exageración de los rasgos más característicos: los largos párpados entornados, los labios carnosos, el mentón saliente, el cráneo apepinado, las orejas estiradas. Basta a probar esta cabeza que Tutmés practicó el manierismo expresionista, y ante ella nadie se atrevería a pedirle que dejara de hacerlo, porque la obra es de una perfección rayana en lo increíble.

En la veintena larga de yesos o estucos predominan los personajes de la familia real, pero no son los únicos. Hay entre éstos un sujeto de cara larguísima y ojos medio cerrados, que responde a la idea que uno se hace del poderoso Eye, y como tal lo exhibe el Museo de Berlín. Posee éste también un retrato de Akhenaton representado como seguramente era en realidad, sin rasgo alguno caricaturesco, con un rostro agraciado, pero aparentemente entristecido; digna pareja del busto de Nefertiti. Otra cabeza con restos de la corona azul puede ser retrato retrospectivo de Amenofis III. Hay también una posible efigie de Meritatón y otra de su esposo, Semenkhare; en suma, una galería familiar estupenda y muy aleccionadora para estudiar el modo de hacer del escultor de Amarna.

Tutmés no tenía la exclusiva de los retratos regios, ni fue el único a quien la belleza de Nefertiti inspiró su obra maestra. Otro escultor de Amarna podría disputarle ese honor con una cabeza de cuarcita que supo captar no sólo la belleza de sus rasgos, sino la distinción y la inteligencia de la reina. Esta cabeza, extraordinariamente hermosa, del Museo de El Cairo, era parte de una estatua compuesta de elementos hechos por separado, según una técnica que debemos considerar patrocinada por Akhenaton. Este modo de hacer por piezas, inspirado en el de la escultura en madera, de tanto arraigo tradicional en Egipto, permitía emplear materiales diversos y de colores distintos, algo muy en boga en una época amante del lujo y de la riqueza. La corona que esta cabeza llevara sería de otro material y probablemente de color azul. La cuarcita que en este momento se empleaba para las partes desnudas de las estatuas permitía darles el tono moreno, de piel humana expuesta habitualmente al sol, lo que no podía por menos de complacer a los fieles de Atón.